martes, 28 de agosto de 2012

La Ecuación del Tiempo

Nuestra amiga Pilar Ruiz, guionista y escritora, nos ha regalado esta reflexión fabulada sobre estos tiempos carentes de lírica y decencia. El Ruedo Ibérico, siempre de fondo...




          La Ecuación del Tiempo

 -El virus ha mutado. Ahora sus efectos son imprevisibles.
Los demás, cada uno desde una esquina del Escritorio del Reloj, volvieron las cabezas hacia quien había hablado. Llevaban ya muchas horas encerrados, con la única compañía del sonido de máquina perfecta del famoso reloj decimonónico. Tras la puerta vigilaba la sombra del guardia. Hacía tiempo que habían dejado de oírse los disparos y las carreras apresuradas por los pasillos y esperaban. Felipe esperaba una llamada providencial que lo cambiara todo. Santiago, el más viejo, no esperaba nada más que entraran los guardias, lo encañonaran y se lo llevaran a algún rincón del histórico edificio para allí acabar cuanto antes. Alfonso esperaba comprender. Después de décadas en la clandestinidad (Santiago unas cuantas más) y de batallar sin tregua contra una infección que contagiaba hasta el aire, cuando creían haber vencido a aquella enfermedad y verse libres por fin de su amenaza, esta volvía a brotar, más virulenta que nunca.
 -No sé; no estoy seguro. Creo que el contagio aún no se ha extendido y podríamos aislarlo.
Felipe aún creía en una posibilidad: una llamada, tan solo una llamada...
 -¡Vuestras recetas han fallado...!
Santiago se levantó de pronto y su brusco movimiento había hecho callar a los otros: sabía todos los trucos para cerrar una arenga o una negociación.
 -Ya os dije que la solución expeditiva era la única válida. Porque no hay cura posible: lo sé desde hace años.
El implacable reloj que siempre le había parecido un armatoste burgués y decadente, decía que estaba a punto de salir el sol. Dio media vuelta y se encendió un pitillo; al menos sus guardianes no habían confiscado el tabaco... El último pitillo antes del último paseo, pensó. Felipe se repuso; no soportaba las mañas del viejo y no iba a permitirle decir la última palabra.
 -Tampoco tus métodos han servido para nada. Acabar con ellos uno por uno no es práctico.
 -Ni científico.- dijo Alfonso.
 -Hay que seguir buscando la cura. Insistir, insistir... Íbamos por el buen camino. Aún soy optimista.
 -Lo que pasa es que tú no quieres mancharte las manos de sangre...

Felipe hizo un gesto de impotencia: aquel carcamal terminaría por llevarlos al desastre. Alfonso, ajeno, siguió reflexionando.
  -La enfermedad se manifiesta ahora de manera interna, sus efectos están ocultos y los individuos infectados viven en una apariencia de normalidad pretendiendo estar perfectamente integrados en la sociedad, pero el virus se encuentra latente en su interior, y de pronto estalla y se expande, corrompiendo el cerebro y el espíritu hasta acabar con ellos, creando el monstruo que tan bien conocemos.
La tendencia de Alfonso a perderse en terrenos literarios irritaba a Felipe. Pero lo disimulaba.
 -¿Y el contagio? ¿Crees que ha variado?
 -No, sigue siendo por contacto. ¿De qué otra manera podría ser?
 -Entonces, Adolfo...
 -Está perdido. Vi sangre en su muñeca después del zarandeo, estoy seguro. 
 -¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que se manifiesten los primeros síntomas? 
 -En su caso años, décadas quizá... Hasta puede que gane la batalla, pero pagando un alto coste.
 -He visto casos de esos a lo largo de mi vida, cientos de ellos. Pierden la memoria, la conciencia y al final la razón: unas piltrafas humanas.
 -Mejor eso que convertirse en monstruo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Felipe ¿lo habrían notado los otros? Le apetecía fumar pero no quería pedirle más cigarrillos a Santiago.
 -En cualquier caso es un deber por nuestra parte hacer algo con él: ahora es un peligro... Santiago sintió como se le clavaban las miradas de los otros.
 -Espera a que salgamos de aquí, al menos.
 -Pues si yo caigo quiero que me deis pasaporte. Que quede claro.- dijo el viejo con tranquilidad castiza.
 -No hablemos de eso ahora, Santiago. Todo esto va salir bien, estoy seguro.
 -Al contrario, hablemos. No tenemos otra cosa que hacer...
 -Felipe, esto es importante: no podemos dejar que la infección se extienda.
 -Bien, pero estaréis de acuerdo conmigo en que somos nosotros, precisamente nosotros los que estamos salvaguardando al país de esta plaga, y que nuestras personas son de una importancia capital... Además, Alfonso, seamos serios: después de tantos años, no creo que fueras capaz de acabar conmigo.
Alfonso le miró escamado.
 -Y yo tampoco lo sería, claro está.- se apresuró a aclarar.
 -¡Otra vez con los dichosos escrúpulos!  Si yo los hubiera tenido estaría criando malvas desde el año 36... En todo caso, hubiera sido mejor que convertirse en monstruo o en imbécil.  
 -A mí tampoco me seduce la idea de quedarme idiotizado en un par de legislaturas, Santiago...-añadió Felipe.
 -¡Estoy deseando que entren y me peguen cuatro tiros!

En el mismo momento, Santiago se arrepintió de sus palabras: “Que nunca sepan de verdad lo que quieres, ya que podrían utilizarlo contra ti.” Pero mirando a aquellos dos cachorros se dio cuenta de que él era más fuerte.
Los tres hombres callaron: se oían voces y pasos en el pasillo.
“Ya están aquí”, dijo Alfonso. O quizá no dijo nada, solamente lo pensó.
Las puertas del noble Escritorio del Reloj se abrieron de golpe y los prisioneros se levantaron como impulsados por un resorte: tres guardias los encañaban en silencio, acompañados de un sargento, mientras que el coronel entraba lentamente tras ellos. Ya sin sus maneras cuarteleras ni su paso firme, se quedó en el medio del salón, cabizbajo. 
Felipe entonces tuvo la impresión de que toda iba a ir bien...  Si esa llamada que  esperaba se había recibido, iban a soltarles a todos y aquel suceso no quedaría si no como la anécdota de un momento histórico, con sus protagonistas como grandes líderes de la ciudadanía. Habrían acabado con la plaga y el virus quedaría aislado, tal y como él predijo. Miró a sus acompañantes, pero estos no parecían compartir su entusiasmo. Santiago se había erguido como si fuera a ser fusilado en ese mismo instante y tuviera que probar su coraje a toda costa. Alfonso era una sombra apenas visible. Felipe supo que era su cometido dirigirse al Monstruo, pero no supo que decirle.
El rostro del uniformado se levantó hacia él. Sus ojos eran intensamente amarillos, como los de sus acompañantes. Sonrió descubriendo los colmillos descomunales, hasta deformar el rostro convirtiéndolo en una horrible máscara.
Se lanzó al cuello de Felipe, mientras que el sargento derribaba al aterrado Alfonso. El viejo corrió hacia la puerta, enfrentándose a los guardias que rugían mientras lanzaban sus garras negras contra él. Antes de caer derribado por un culatazo, pudo ver la sangre que chorreaba de la yugular de Felipe y el amasijo de carne en que se había convertido la cara de Alfonso. No sintió piedad por aquellos dos jóvenes tan prometedores: morirían, sí, pero a los pocos minutos su carne se regeneraría y despertarían en los mismos cuerpos como si nada hubiera ocurrido. Nadie sabría lo ocurrido y saldrían por la puerta del Congreso como vencedores de las fuerzas del Mal.  Pero en su interior anidaría la semilla podrida de la infección que terminaría convirtiéndolos, antes o después, en monstruos de ojos amarillos y fauces terribles que atacarían con saña a sus semejantes.  El viejo luchador había visto antes muchas escenas como esta; amigos, compañeros, incluso amantes, habían acabado contagiados, muertos y resucitados dispuestos a devorar a sus semejantes, a arrancar todo lo humano que existe sobre la faz de la tierra. Eran sus enemigos en la guerra a la que había dedicado su vida desde que era casi un niño. Antes de cerrar los ojos y perder la conciencia de sí mismo, Santiago volvió a ser ese niño otra vez: miraba fascinado con ojos nuevos y sin desgastar el imponente reloj que presidía la famosa sala del edificio del Congreso, con sus esferas de los calendarios diarios, anuales, semanales y de las bóvedas celestes; las que reflejan la hora en España y otros veinte países del orbe; los higrómetros, termómetros, barómetros, todo aquel complejo mecanismo encajado en las incrustaciones de nácar y la madera tallada por el antiguo artesano en formas perfectas. Y en medio del reloj, destacada sobre las demás, antes de que todo se volviera negro, vio la esfera que mide la Ecuación del Tiempo.


P. R. G
Madrid, Agosto 2012



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